miércoles, 13 de febrero de 2013

LOS ARARÁS EN CUBA (1)


Una rica historia encontré durante mi búsqueda de rices cubanas, se las comparto, para entender un poco más de nuestra realidad

Cuatro siglos de ignominia, donde se destruyeron los más altos valores del espíritu, conformaron el tiempo de la esclavitud, que fomentara las bases materiales de la sociedad capitalista y cuya maternidad engendrara la práctica descarnada del racismo.

En nuestra Isla, la historia de aquel período fue demostrativa de todo lo que significó la esclavitud en abandonos, injusticias v crueldades ;y nos muestra cómo las raíces destrozadas lograron matizar aspectos de la nacionalidad cubana en gradual proceso de transculturación. El "mosaico étnico" que es Cuba –según don Femando Ortiz- se logró con "la soldadura completa de ambas razas. Mestizaje que señala Guillen "no siempre sale a piel" pero que es el color de nuestro espíritu.

Al mediar el siglo XIX, se podían hallar en nuestro país ejemplares de todas las razas del occidente de África y hasta esclavos traídos del oriente negro. Pero olvidaron los esclavistas que en los barcos de la trata "no sólo venían hombres, sino también espíritus". Y con el dolor y la muerte se asentaron las costumbres, las creencias, los mitos; la poderosa magia del modo de vivir de aquellos seres convertidos en bestias por la desmedida ambición. Fueron estos rasgos, inherentes a la cultura de esos pueblos, los que no pudieron ser dominados. Eran firmes los cimientos y muy alta la dignidad de los que lucharon por la supervivencia de su mundo. Sobre el látigo inclemente crecieron los helechos de Yebú y maduraron las naranjas de Ochún. (1)

El interés por el personaje central que vertebra toda la atmósfera que hemos pretendido detener en estos apuntes provocó el natural recelo entre los posibles informantes. Sin embargo, vencidos los obstáculos, ofrecieron su valiosa ayuda. Martínez Furé señala en sus Diálogos imaginarios sobre los ararás, que "es tradicional la reserva que caracteriza a los sectores de nuestro pueblo que conservan este patrimonio nacional", y reconoce que "algunos miembros de la conocida familia Zulueta -en Perico y Jovellanos, provincia de Matanzas- son considerados como grandes conocedores de la cultura arará".

A través de una individualidad enmarcamos el espíritu de esa cultura, cuyos rasgos perviven más allá de un tiempo miserable. La grafía de las voces del habla arará -receptadas en muy difíciles condiciones- obedecen a su concepción fonética. Estos vocablos, en muchos casos, constituyen sólo sonidos onomatopéyicos, que la nasalización del habla original hace más complejos aún. No fue posible ofrecer una traducción al español de los cantos insertados en el texto, pues la misma es desconocida hasta por los propios practicantes. La correcta utilización de estos cantos dentro del ceremonial arará, no supone el conocimiento de una versión a nuestra lengua. Como se ha señalado es más poderosa la tradición oral que la palabra escrita. Los propios fundadores se abstenían frecuentemente de dar a conocer a los descendientes criollos muchos aspectos de su sabiduría tradicional. También han desaparecido físicamente quienes pudieran obviar este impedimento.

Florentina, polvo ya de nuestra tierra, es un momento, un aire tal vez que se ha quedado entre nosotros. Como símbolo lo representamos. Su triste destino impuesto se vuelve historia. La historia de la Princesa dahomeyana de Perico.


Ena de do
mijú o de é
fina do de
mijú de á
ofido a bi di ga ga
me jué de
ofido o mi ca ca (2)


TOLO-ÑO , NA-TEGUÉ
La Costa de Oro comenzaba en el Cabo Apolonia y finalizaba en el Volta. Cerca de las orillas del Volta, el gran río del África occidental, está Dahomey. Descendían los fundadores de este reino de los ewé, habitantes de la actual región de Togo ,los que sometieron a los fon, establecidos allí. El pueblo fon de Dahomey tenía conexiones con los yorubas de Ifé. Numerosos aspectos de sus culturas se identifican a través de un profundo sincretismo religioso, logrado por el panteón yoruba al difundirse a los pueblos fronterizos, adentrándose en territorio dahomeyano y en su vecino Aradá o Ardrá, que lo absorbió más profundamente. Es por lo que para muchos los ararás son una especie de lucumís. Se ha sugerido la existencia de una familiaridad étnica entre yorubas y adjás. Se sitúa a los ararás dentro del contexto geográfico del Dahomey. Proceden del reino de la costa oriental  , entre el Volta y el Benin , fundado en el siglo XVII, que tuvo por capital a Abomey. Los dahomeyanos durante muchos años, fueron súbditos del Alafin de Oyó (monarca yoruba), hasta su liberación en 1835, en que lograron una poderosa unidad militar que le valió a Dahomey el calificativo de "la pequeña Esparta negra".

Martínez Furé señala que "La presencia de los araras en nuestra Isla se remonta a los albores de nuestra historia . Los ewé-fon fueron introducidos en Cuba bajo las denominaciones de arará agicón, arará magino, arará abopá, arará cuatro ojos, arará cuévano, arará sabalú, arará nezeve, arará dajomé y minas.

Entre nosotros los negros ararás son los mantenedores del culto dahomeyano.                      

No es posible precisar el año en que, por el infamante comercio humano, llegaron ararás a nuestra Isla. Pero ya durante el siglo XVI -Archivo de Protocolos y Libro Baraja de la Catedral- aparecen ararás entre los esclavos traídos a Cuba. Don Fernando Ortiz señala, en la lejana fecha de 1691, la existencia en La Habana de un cabildo arará magino. Esta etnia no tuvo gran representatividad dentro de las dotaciones esclavas como sucedió con los yorubas, congos o carabalíes.

De aquella hermosa tierra la trata desembarcó cientos de hombres en nuestras costas. Llegaron desnudos, maldispuestos, agónicos. En abyecta condición de esclavos. Florentina fue uno de ellos.
Dos pueblos donde vivió, pero la misma tierra. En cada uno de ellos tuvo una consagración religiosa. Había venido a territorio dahomeyano desde tierra lucumí. Fueron dos nombres que se engendraron entre el gris amoroso de los nidos y el abismo espumoso de los árboles. Primero fue Tolo-Ño, con sus peces exaltados, límpidos, ingrávidos. Después Na-Tegué, hecho de luna y frondas; de soplo y piedras. Música de antiguos atabales los marcaron en la distancia. Eran los dos hermosos nombres de Florentina Zulueta cuando la apresaron. Los nombres africanos que permanecieron inviolables en el tiempo de la muerte.

Sólo recordaba la caravana bajo el fuerte sol ecuatorial. Con tiras de piel de buey se ataban por el cuello los condenados. Iban quedando atrás las altas sombras humedecidas, los tambores que llamaban y los lamentos de la madre.  Lejos; la costa, donde los barcos esperaban. Cuando cayó la noche, entró al mar como a la muerte.
No supo en qué momento brotó el canto. La apremiaban inquietas mordeduras. En su cuerpo, huesos y tojosas en vibración desordenada. Sólo el mar, la vasta espuma y el silencio fijo.

Entonces, la voz se ofreció:
Enagua nu mi
Gua gua mi gua
Enagua o no na llea.
Enagua nu mi
Gua gua mi gua
Enagua o no na llea.(3)

Las escotillas del bergantín negrero eran cuidadas por feroces perros que no permitían a los esclavos acercarse a ellas.

Enjaulados, en afrentosas condiciones, la travesía pudo calificarse de infernal.

De noche llegaron a las costas. La Isla recibía el cargamento en medio de una aplastante soledad. Como brumas le asaltaban a Na-Tegué los recuerdos: impacientes, despeñados, convulsos. En nombre de Sechemé (4) se había unido la noble muchacha a Gesu, el rey (5) .De su pequeño trono fue princesa, y creció en el amor junto á la tribu que la respetaba.

Tuvo conciencia cuando la calimbaron; cuando la marcaron con un hierro caliente distintivo del amo comprador. Se habían sellado los requisitos. Valdría sobre doscientos cincuenta pesos. Tenía 15 años de edad.

La noche se deshacía. Sólo el vuelo de algún pájaro perdido o el sostenido, continuo, invariable chasquido de la resaca. Los infelices negros mostrábanse asustados, impacientes; presos al más incierto destino .

Una madre, en franco enajenamiento, golpeaba a su pequeño hijo contra el maderaje del barco, desesperada porque no viviera, porque terminara para él aquella muerte lenta, cruel. De un salto Na-Tegué se lo arrebató, apretándolo contra su pecho. Con las manos, limpió la sangre que brotaba en hilillos violáceos, indetenibles. Dulcemente lo arrulló:

Era cheguela te
A cae te
E no manó nó
Era cheguela te
A cae te
E no ma nó.(6)
La noche se aquietaba sobre el inmenso mar.(7)




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